martes, 21 de enero de 2014

Ayer dejé el café

Se había entregado a la autoridad moral como víctima de un suicidio inesperado, perpetrado por los tormentos de la memoria, y el sabor a caramelo de su café mañanero. 

Fue inevitable, el simple café de la mañana había logrado poner su día de cabeza. Sólo él sabía, sin recordarlo, que tiempo atrás empezó a tomarlo porque su abuelo decía que aquel líquido mágico podría amenizar cualquier espera.

Quizá para los mortales había pasado poco tiempo, para él pasaban vidas; cada noche moría ahogado en sus pensamientos, y cada mañana resucitaba nadando en sus penas, pero al final seguía sin gustarle el café, y sin acabar la espera.


Ya no recordaba que no le gustaba, por qué lo tomaba, por qué no dormía, por qué no lograba salir de ese letargo. Sólo añoraba que llegase la mañana para tener dentro aquella irresistible combinación de dulzura, de aroma, de calor y de energía, que lo reconfortaban y le hacían sentir haber vuelto a su lugar para volver.

Aquel café fue diferente, aquel café lo había hecho rendirse y besarle los pies. Le había hecho desestimar su desdeñosa existencia.

No quería nada más tras haber probado la gloria. El caramelo.
La gloria sos vos, caramelo.
La inamovible dulzura de tus labios, el aroma de tu piel, el calor de tu sonrisa, la energía de tu mirada; el lugar para volver.
La gloria, la satisfacción, la superación de mi adicción, y la recaída en mi vieja adicción.
Sos vos, de principio a fin.

No volvió a tomar café, tampoco durmió de nuevo ni dejo de esperar.
Sólo recordó por quién tomaba, y por quién esperaba.

Hizo a un lado la taza, y encendió un cigarrillo para nublar su mente y amenizar la espera del viernes.

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