domingo, 10 de marzo de 2013

Introspección





Se encontró sentado en la vieja butaca de cuero, abrazado de la soledad, como siempre había pensado que le gustaba más estar. Viviendo su engaño, lejos de las máscaras que juzgan y de los dedos que señalan, pero cerca de sus propios diez que empezaban a retorcerse como en un atrofiado intento de volverse en su contra, de señalarlo a su favor. Era la hora, suponía, de armar el rompecabezas que arrastraba en su cabeza desde hacía más de veinte años, que siempre estuvo resolviendo y del cual siempre estuvo consiente. Para después sería tarde. Sus dedos se habrían rendido y no querrían mas señalarlo ni ayudarle a escribir. Entonces la piedra angular sobre la que estuvo en pie toda su vida estaría lista también para recoger sus maletas, ya listas, y emigraría hacia la ambición donde sería valorada justamente… lejos del solitario, del confianzudo imbécil que supuso siempre tenerlo todo bajo control.

Su rompecabezas: un papel infinito y un lápiz espinoso, era el único que estaba dispuesto a esperarlo más allá del tiempo, además de su lejana musa. Sin embargo, ese rompecabezas, el que solo puede ser descifrado cuando se impregna la tinta en el papel necesitaba de una antesala para ser resuelto. Un lavado profundo, una verdadera purificación.

El solitario al fin logró recordar cómo moverse. Sus manos eran reliquias adheridas a su cabeza, en un eterno gesto de impotencia, del que ni el sabio, ni el rico ni el pacifista han logrado librarse a través de tantos siglos. Se puso de pie, temblando, dudoso, como quien se hubiese olvidado de tener cuerpo por mucho tiempo… y divagó. Caminó de un lado a otro, recorriendo cada rincón de esa maldita hermosa casa, el único testigo real de todos sus pecados y benevolencias, que escondía en silencio entre las hendijas de sus tablas de roble como el que más fiel amigo fue jamás.

Logró hacerse campo entre la tormenta que azotaba sin piedad la cocina, y encontró la pila. La fuente de agua procesada y viva. Pulcra, como la recordaba desde aquella última vez en que la había usado hace diez años, cuando en medio de su -inventada- leve demencia senil corrió a ella para arrancar de la yema de sus dedos la costra de los problemas ajenos que son propios, y que empezaban a carcomer su alma, y sus preciados dedos.

Y desató los hilos que mantenían completa su cabeza, y abrió la tapa de su cráneo y lo puso todo afuera, todo en la pila. Con mucha dedicación, casi exponiendo su amor propio, comenzó a lavar cada centímetro de su ser. Lavó durante horas, sin inmutarse por el paso del tiempo que poco a poco ya no lo destruía, pero que seguía sin crearlo. Y se aseguró de pasar por cada pequeño rincón, por cada sentimiento, cada recuerdo, y cada sensación. Hasta que el veneno empezó a emanar, huyendo en estampida con la misma cara de desesperación con la que él se había encontrado a si mismo horas antes sentado en la butaca de cuero. Y cada gota de ese veneno mortal fluía apurada en una marcha de resignación, entendiendo que podría corroer eternamente las tuberías de la vieja casa pero nunca más el alma de aquel solitario.

Entonces, sólo entonces, logró regresar a la butaca. Intacto, diáfano, como la primera mañana de un año que recién emprende su viaje. El rompecabezas estaba ahí, con su papel infinito y su lápiz espinoso, esperándolo como lo hubiese hecho por siempre. Entonces, sólo entonces, con sus dedos libres de la maldita atrofia, logró empezar a resolverlo, ¡logró empezar a escribir!. Y entonces, solo entonces, en un rayo de lucidez, en un segundo retrospectivo, comprendió que era de nuevo el principio de un ciclo eterno.