martes, 24 de septiembre de 2013

Cada vez que volvés



Hace mucho no tropezaba. Hace mucho no venías.
Volvés, y tropiezo de frente. Y caigo. Lento e insufrible.
Como se derrumban los gigantes.
Inerte. Incapaz de reaccionar.

Me diluyo inclinándome hacia al frente con los brazos extendidos, quizá queriendo protegerme del inevitable golpe, o quizá quieriendote recibir, esperando tocarte, esperando sentirte mía, un segundo más, antes de derrumbarme, ante vos, como quien soy realmente;
 soy la melancolía, la incapacidad, el amor.

Soy la inocencia, la peor de las inocencias, la que nadie quiere ser;  el perro azul, indigno, más invisible que azul. El que espera un chasquido de dedos para imaginar un aluvión de caricias.

Caigo, sin poder evitarlo, cada que volvés.
Caigo, sin querer evitarlo.
Me dejo ir, esperando no olvidarme en el abismo en el que me hundo, cada que volvés.

Mi pecho se había acostumbrado al miedo de hacerle frente a las balas, al frío de la realidad. Al peso de la resignación. Se había acostumbrado a estar lejos del suelo, del concreto donde, cada que volvés, resido sin oportunidad de levantarme, sin voluntad de reivindicarme.

Aunque no pueda evitarlo, cada que volvés, me dejo ir, fingiendo resistirme, fingiendo temor al golpe. Pero esperando llegar pronto hasta abajo, donde te encontraba siempre, en lo profundo, acá… muy adentro. Abajo en el suelo. Abajo en el fondo de mí.  

Mis ojos se habían acostumbrado a mirar al frente, lejos del cielo donde se encontraban soñadores. Donde el azul, y no el de la inocencia, los invitaba a brillar. A parpadear repetidamente, queriendo combatir mis desaires. Donde solidarios se enjugaban al nublarse mi mente, al cansarse de no comprenderme, de no comprenderte, de no verte volver.
Se habían acostumbrados, cafés y ordinarios, a tampoco mirar al suelo, a no patear las piedras de la calle como queriendo drenar el amor y el odio en pequeñas descargas.

Pero cada que volvés los traiciono. Me tumbas desde el cielo hasta el suelo.  Los obligo a estar a milímetros, donde son inservibles, donde el polvo los lastima, donde sollozan por haberme perdido por haberte perdido.

Mis manos se habían acostumbrado a estar limpias. Sin temblar más de intriga.
Sin los raspones de la ilusión, sin los recuerdos que se incrustan en la palma.
Que sangra, que palpa la superficie buscándote. Buscando algún indicio de vos.

Desesperadas me invitan a levantarme, prometen ser mis aliadas en busca de una salida.
Pero ya caí en vos. No quiero levantarme. Y caigo. Y no quiero levantarme.

Inmóvil me entregué al frío de la superficie, no quiero levantarme para sentir de cerca de tu calor. Para percibir tu aroma delirante. Para sentir en mi pecho tu rastro que marca vidas y pisotea suspiros. Para darle la espalda a tu ausencia.

Cada que volvés, caigo.

Cada que volvés no quiero levantarme.

Cada que volvés recuerdo que te fuiste.

miércoles, 24 de julio de 2013

Despertar fugaz



Vivía entonces el peor momento de su vida. No una mala época de quejarse, seguir andando, estar mejor, quejarse y reprimir. Era de verdad el preciso peor momento de su vida; con nombre de día, horas y minutos. Recién había despertado, y tras volver en razón se sorprendió postrado en el suelo de piedra áspera y moldeada de un lugar del cual no poseía memoria alguna. Tras asegurarse de haber abierto sus párpados hasta más no poder, después de pasar sus manos frente a sus ojos una y otra vez, incluso a pesar de limpiarse la imaginada suciedad de su cara con su camiseta, seguía sin distinguir las texturas de piedra que palpaba, sin mirar el charco de agua en el que acababa de consumir su mano izquierda, precisamente por no verlo. 

Todo era oscuridad, una profundidad desesperante como cuando analizamos lo vulnerable de nuestros seres. Sentía una endemoniada garra dentro de su cuerpo oprimiendo sus entrañas, haciendo tan fuerte el latido de su corazón que sentía la necesidad de abrir la boca para dejarlo salir, para no ahogarse en sí mismo. Era sin duda su peor momento, y no tenía idea de cómo hacerle frente o si quiera de cómo aceptarlo como realidad… sin embargo, faltándole el aire, y queriendo no creerlo, se obligó a sí mismo a llegar a la agobiante conclusión de haber perdido la vista. “¡¿La vista?!” se lamentó, intentando arrancarse el poco pelo que nadaba entre sus dedos. ¿Qué otra respuesta podría darse? ¡Si no veía una mierda! ¿Qué sería de su vida en adelante? La misma no tendría sentido ahora que no la podía ver pasar. ¿Y la podría recordar sin verla? 

Pensó en el cielo, siempre lo encontró sorprendente por imponerse majestuoso pero diferente todos los días. Y diferente siempre, no sabría más como recordarlo. Pensó en sus memorias; los sonidos, olores y sensaciones nunca habían sido tan importantes, eran solo parte del contexto. Pero su visión era su memoria, y su memoria: su vida. Porque la vida, hay que vivirla para contarla. No la va a contar nadie más. Los nietos no se enamoran del abuelo por lo que digan de él, lo hacen por lo que él pueda decir, y las historias del abuelo, son su vida. Ya ni abuelo podría ser. “¿En qué estupidez estoy pensando?” se percató, naufragando en angustias. Se había dado su peor noticia, y ya pensaba en personas que apenas nadaban en el mundo de los posibles. 

La realidad le apretaba el pecho y conectaba ganchos de campeón mundial en su hígado, él, que sabía de qué se perdería, ¡ahora era ciego! Habría preferido ser mudo y dedicarse a escuchar, o ser sordo y sacrificar el virtuosismo de la música, o preferiría estar muerto… “¿En qué estupidez estoy pensando?” se descubrió, divagando de nuevo en la viscosa sustancia de sus pensamientos que intentaba cambiar su preocupación por irracionalidad, y lo alejaba peligrosamente de su cordura.

Había pasado mucho tiempo desde que volviera en razón, y no había hecho mucho más que llevar sus manos a su cabeza y esconderla entre sus rodillas. Entumecido por su abrumadora situación no se había molestado por averiguar dónde estaba, o de dónde venía, y fue cuando una punzada detrás y debajo de su ojo le recordó el exagerado dolor que precedía su despertar en la oscuridad. De seguro ese dolor era el causante de su repentina ceguera, el golpe algo le habría desconectado o mallugado por dentro. Comenzó a palpar con su dedo índice las consecuencias del golpe en su cara, y dio cuenta de que el gran afectado era su pómulo, y no su ojo como pensó, además, lo podía abrir y cerrar sin mucho esfuerzo. Se levantó apoyando su mano derecha en el charco de agua sucia, precisamente por no verlo, deslizó las palmas de sus manos por la pared, descubriendo que era la misma piedra áspera del suelo, continuó palpando hacía su derecha y encontró la conjetura que recibía a otra pared, siguió hasta dar con las otras dos paredes de poco menos de dos metros que lo encerraban en un cubículo sin escapatoria. ¿Cómo había llegado ahí? Brincó con las manos extendidas al cielo para alcanzar algún techo, pero parecía no ser lo suficientemente alto. Terminó sentándose de nuevo.

A pesar de que el golpe lo había dejado inconsciente debía recordar algo previo a dicho momento. Irónicamente cerró sus ojos para concentrarse en recordar… y escuchó los murmullos, la risa nerviosa de una mujer que se cohíbe, el roce entre las yemas de los dedos y las teclas del piano que reproduce la delicadeza de Debussy, y sintió su piel estremecerse al contacto con el sol, y observó el tono sepia de ese atardecer a contraluz, con el destello del sol cambiando de forma y de color a través de los vitrales de la cafetería, la que está al lado del viejo y elegante puente de acero, la de la terraza con sombrillas y mesas, la elegida para encontrarse a escondidas. La nostalgia lo paseó en el limbo de entre sus recuerdos y la realidad, hasta que resonó en su dolor la parsimonia del caos: la sorpresa, las excusas, el intento de hacer entender al Coronel sus buenas intenciones, el olor de la angustia hecha sudor y maquillaje, Emma, su musa, la hija del Coronel, el forcejeo con el Coronel, su dedo presionando el gatillo, los gritos, el frío en la espina dorsal que provocan los errores, el culatazo en la cara…

No acababa de drenar su vida entre lamentos a causa de su ceguera, y su más reciente recuerdo, cuando escuchó pasos por encima de su cabeza, una voz gruesa preguntaba si era ya la hora, mientras el abrir de una puerta dejaba entrar una melodía conocida, música reconfortante. Los pasos se acercaron con pesadez, arrastrando los talones y levantando polvo, y se escuchó el crujir de bisagras de metal que se extienden al abrir una compuerta. De repente, el blanco de la pureza, de la vida misma, una claridad inefable, inundó el cubículo de piedra con más luz de la que había visto jamás, y más de la que esperaba volver a ver. Se puso de pie y alzó su renovada vista hacia la fuente de luz, que en el preciso momento fue interrumpida por una gorda cara que se asomaba a la compuerta por la que apenas podría pasar una personas, y ciertamente no sería el cuerpo al que pertenecía aquella redonda cabeza. El sujeto desconocido lanzó una cuerda, y sin esperar indicaciones él se la ató a su cintura, y el tipo gordo empezó a subirlo hacia la salida halando de la cuerda.

Fueron largos segundos; ¡no estaba ciego, maldita sea la razón, no estaba ciego! Llegó a la superficie con el júbilo impregnado en su cara, no podía comentarle nada al desconocido, pero su sonrisa era inevitable, había logrado escapar de aquel purgatorio de piedra, y podía ver de nuevo. – Su sonrisa no tiene justificación, imbécil – inquirió el robusto tipo, al mismo tiempo que esposaba sus manos y le indicaba seguirlo. Salieron de esa habitación a otra donde una vieja radio entonaba aún el Claro de luna, de seguido hacia su derecha se extendía un largo pasillo que solo tenía una salida, hacia su izquierda al final del mismo.

Al salir a un jardín raso, de puro césped, de inmediato reconoció al general Elías Caparzo, quien portaba un lienzo en su mano derecha, y junto a él, el pelotón de fusilamiento. No pudo hacer más que recordar de nuevo; el inicio de su libro preferido, su deprimente etapa de ciego, Emma, el cielo… miró hacia arriba, y lo recordó diferente, como siempre.


– Cadete, usted ha sido condenado al fusilamiento por alta traición a la patria, y por el asesinato del Coronel Aurelio García. – explicó leyendo el general Caparzo. – ¿Tiene usted algún último deseo?


– ¿Podrían vendarme los ojos?

domingo, 10 de marzo de 2013

Introspección





Se encontró sentado en la vieja butaca de cuero, abrazado de la soledad, como siempre había pensado que le gustaba más estar. Viviendo su engaño, lejos de las máscaras que juzgan y de los dedos que señalan, pero cerca de sus propios diez que empezaban a retorcerse como en un atrofiado intento de volverse en su contra, de señalarlo a su favor. Era la hora, suponía, de armar el rompecabezas que arrastraba en su cabeza desde hacía más de veinte años, que siempre estuvo resolviendo y del cual siempre estuvo consiente. Para después sería tarde. Sus dedos se habrían rendido y no querrían mas señalarlo ni ayudarle a escribir. Entonces la piedra angular sobre la que estuvo en pie toda su vida estaría lista también para recoger sus maletas, ya listas, y emigraría hacia la ambición donde sería valorada justamente… lejos del solitario, del confianzudo imbécil que supuso siempre tenerlo todo bajo control.

Su rompecabezas: un papel infinito y un lápiz espinoso, era el único que estaba dispuesto a esperarlo más allá del tiempo, además de su lejana musa. Sin embargo, ese rompecabezas, el que solo puede ser descifrado cuando se impregna la tinta en el papel necesitaba de una antesala para ser resuelto. Un lavado profundo, una verdadera purificación.

El solitario al fin logró recordar cómo moverse. Sus manos eran reliquias adheridas a su cabeza, en un eterno gesto de impotencia, del que ni el sabio, ni el rico ni el pacifista han logrado librarse a través de tantos siglos. Se puso de pie, temblando, dudoso, como quien se hubiese olvidado de tener cuerpo por mucho tiempo… y divagó. Caminó de un lado a otro, recorriendo cada rincón de esa maldita hermosa casa, el único testigo real de todos sus pecados y benevolencias, que escondía en silencio entre las hendijas de sus tablas de roble como el que más fiel amigo fue jamás.

Logró hacerse campo entre la tormenta que azotaba sin piedad la cocina, y encontró la pila. La fuente de agua procesada y viva. Pulcra, como la recordaba desde aquella última vez en que la había usado hace diez años, cuando en medio de su -inventada- leve demencia senil corrió a ella para arrancar de la yema de sus dedos la costra de los problemas ajenos que son propios, y que empezaban a carcomer su alma, y sus preciados dedos.

Y desató los hilos que mantenían completa su cabeza, y abrió la tapa de su cráneo y lo puso todo afuera, todo en la pila. Con mucha dedicación, casi exponiendo su amor propio, comenzó a lavar cada centímetro de su ser. Lavó durante horas, sin inmutarse por el paso del tiempo que poco a poco ya no lo destruía, pero que seguía sin crearlo. Y se aseguró de pasar por cada pequeño rincón, por cada sentimiento, cada recuerdo, y cada sensación. Hasta que el veneno empezó a emanar, huyendo en estampida con la misma cara de desesperación con la que él se había encontrado a si mismo horas antes sentado en la butaca de cuero. Y cada gota de ese veneno mortal fluía apurada en una marcha de resignación, entendiendo que podría corroer eternamente las tuberías de la vieja casa pero nunca más el alma de aquel solitario.

Entonces, sólo entonces, logró regresar a la butaca. Intacto, diáfano, como la primera mañana de un año que recién emprende su viaje. El rompecabezas estaba ahí, con su papel infinito y su lápiz espinoso, esperándolo como lo hubiese hecho por siempre. Entonces, sólo entonces, con sus dedos libres de la maldita atrofia, logró empezar a resolverlo, ¡logró empezar a escribir!. Y entonces, solo entonces, en un rayo de lucidez, en un segundo retrospectivo, comprendió que era de nuevo el principio de un ciclo eterno.