Vivía entonces el peor momento de su vida. No una mala
época de quejarse, seguir andando, estar mejor, quejarse y reprimir. Era de
verdad el preciso peor momento de su vida; con nombre de día, horas y minutos.
Recién había despertado, y tras volver en razón se sorprendió postrado en el
suelo de piedra áspera y moldeada de un lugar del cual no poseía memoria
alguna. Tras asegurarse de haber abierto sus párpados hasta más no poder,
después de pasar sus manos frente a sus ojos una y otra vez, incluso a pesar de
limpiarse la imaginada suciedad de su cara con su camiseta, seguía sin
distinguir las texturas de piedra que palpaba, sin mirar el charco de agua en
el que acababa de consumir su mano izquierda, precisamente por no verlo.
Todo era oscuridad, una profundidad desesperante como
cuando analizamos lo vulnerable de nuestros seres. Sentía una endemoniada garra
dentro de su cuerpo oprimiendo sus entrañas, haciendo tan fuerte el latido de
su corazón que sentía la necesidad de abrir la boca para dejarlo salir, para no
ahogarse en sí mismo. Era sin duda su peor momento, y no tenía idea de cómo hacerle
frente o si quiera de cómo aceptarlo como realidad… sin embargo, faltándole el
aire, y queriendo no creerlo, se obligó a sí mismo a llegar a la agobiante
conclusión de haber perdido la vista. “¡¿La vista?!” se lamentó, intentando
arrancarse el poco pelo que nadaba entre sus dedos. ¿Qué otra respuesta podría
darse? ¡Si no veía una mierda! ¿Qué sería de su vida en adelante? La misma no
tendría sentido ahora que no la podía ver pasar. ¿Y la podría recordar sin
verla?
Pensó en el cielo, siempre lo encontró sorprendente
por imponerse majestuoso pero diferente todos los días. Y diferente siempre, no
sabría más como recordarlo. Pensó en sus memorias; los sonidos, olores y
sensaciones nunca habían sido tan importantes, eran solo parte del contexto.
Pero su visión era su memoria, y su memoria: su vida. Porque la vida, hay que
vivirla para contarla. No la va a contar nadie más. Los nietos no se enamoran
del abuelo por lo que digan de él, lo hacen por lo que él pueda decir, y las
historias del abuelo, son su vida. Ya ni abuelo podría ser. “¿En qué estupidez
estoy pensando?” se percató, naufragando en angustias. Se había dado su peor
noticia, y ya pensaba en personas que apenas nadaban en el mundo de los
posibles.
La realidad le apretaba el pecho y conectaba ganchos
de campeón mundial en su hígado, él, que sabía de qué se perdería, ¡ahora era
ciego! Habría preferido ser mudo y dedicarse a escuchar, o ser sordo y
sacrificar el virtuosismo de la música, o preferiría estar muerto… “¿En qué
estupidez estoy pensando?” se descubrió, divagando de nuevo en la viscosa
sustancia de sus pensamientos que intentaba cambiar su preocupación por irracionalidad,
y lo alejaba peligrosamente de su cordura.
Había pasado mucho tiempo desde que volviera en razón,
y no había hecho mucho más que llevar sus manos a su cabeza y esconderla entre
sus rodillas. Entumecido por su abrumadora situación no se había molestado por
averiguar dónde estaba, o de dónde venía, y fue cuando una punzada detrás y
debajo de su ojo le recordó el exagerado dolor que precedía su despertar en la
oscuridad. De seguro ese dolor era el causante de su repentina ceguera, el
golpe algo le habría desconectado o mallugado por dentro. Comenzó a palpar con
su dedo índice las consecuencias del golpe en su cara, y dio cuenta de que el
gran afectado era su pómulo, y no su ojo como pensó, además, lo podía abrir y
cerrar sin mucho esfuerzo. Se levantó apoyando su mano derecha en el charco de
agua sucia, precisamente por no verlo, deslizó las palmas de sus manos por la
pared, descubriendo que era la misma piedra áspera del suelo, continuó palpando
hacía su derecha y encontró la conjetura que recibía a otra pared, siguió hasta
dar con las otras dos paredes de poco menos de dos metros que lo encerraban en
un cubículo sin escapatoria. ¿Cómo había llegado ahí? Brincó con las manos
extendidas al cielo para alcanzar algún techo, pero parecía no ser lo
suficientemente alto. Terminó sentándose de nuevo.
A pesar de que el golpe lo había dejado inconsciente
debía recordar algo previo a dicho momento. Irónicamente cerró sus ojos para concentrarse
en recordar… y escuchó los murmullos, la risa nerviosa de una mujer que se cohíbe,
el roce entre las yemas de los dedos y las teclas del piano que reproduce la
delicadeza de Debussy, y sintió su piel estremecerse al contacto con el sol, y observó
el tono sepia de ese atardecer a contraluz, con el destello del sol cambiando
de forma y de color a través de los vitrales de la cafetería, la que está al
lado del viejo y elegante puente de acero, la de la terraza con sombrillas y
mesas, la elegida para encontrarse a escondidas. La nostalgia lo paseó en el
limbo de entre sus recuerdos y la realidad, hasta que resonó en su dolor la parsimonia
del caos: la sorpresa, las excusas, el intento de hacer entender al Coronel sus
buenas intenciones, el olor de la angustia hecha sudor y maquillaje, Emma, su
musa, la hija del Coronel, el forcejeo con el Coronel, su dedo presionando el
gatillo, los gritos, el frío en la espina dorsal que provocan los errores, el
culatazo en la cara…
No acababa de drenar su vida entre lamentos a causa de
su ceguera, y su más reciente recuerdo, cuando escuchó pasos por encima de su
cabeza, una voz gruesa preguntaba si era ya la hora, mientras el abrir de una
puerta dejaba entrar una melodía conocida, música reconfortante. Los pasos se
acercaron con pesadez, arrastrando los talones y levantando polvo, y se escuchó
el crujir de bisagras de metal que se extienden al abrir una compuerta. De
repente, el blanco de la pureza, de la vida misma, una claridad inefable,
inundó el cubículo de piedra con más luz de la que había visto jamás, y más de
la que esperaba volver a ver. Se puso de pie y alzó su renovada vista hacia la
fuente de luz, que en el preciso momento fue interrumpida por una gorda cara
que se asomaba a la compuerta por la que apenas podría pasar una personas, y
ciertamente no sería el cuerpo al que pertenecía aquella redonda cabeza. El
sujeto desconocido lanzó una cuerda, y sin esperar indicaciones él se la ató a
su cintura, y el tipo gordo empezó a subirlo hacia la salida halando de la
cuerda.
Fueron largos segundos; ¡no estaba ciego, maldita sea
la razón, no estaba ciego! Llegó a la superficie con el júbilo impregnado en su
cara, no podía comentarle nada al desconocido, pero su sonrisa era inevitable,
había logrado escapar de aquel purgatorio de piedra, y podía ver de nuevo. – Su
sonrisa no tiene justificación, imbécil – inquirió el robusto tipo, al mismo
tiempo que esposaba sus manos y le indicaba seguirlo. Salieron de esa
habitación a otra donde una vieja radio entonaba aún el Claro de luna, de
seguido hacia su derecha se extendía un largo pasillo que solo tenía una
salida, hacia su izquierda al final del mismo.
Al salir a un jardín raso, de puro césped, de
inmediato reconoció al general Elías Caparzo, quien portaba un lienzo en su
mano derecha, y junto a él, el pelotón de fusilamiento. No pudo hacer más que
recordar de nuevo; el inicio de su libro preferido, su deprimente etapa de
ciego, Emma, el cielo… miró hacia arriba, y lo recordó diferente, como siempre.
– Cadete, usted ha sido condenado al fusilamiento por
alta traición a la patria, y por el asesinato del Coronel Aurelio García. –
explicó leyendo el general Caparzo. – ¿Tiene usted algún último deseo?
– ¿Podrían vendarme los ojos?